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Pedro Ruiz y el sesgo del superviviente

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Opinión

Pedro Ruiz y el sesgo del superviviente

"La sociedad actual no es, tal vez, más feliz, pero sí más locuaz: las generaciones más jóvenes hablan abiertamente de sus problemas", escribe Pablo Batalla

La serie 'Girls' ha sido una de las primeras en abordar el trastorno de ansiedad en los 'millennials'.
Pablo Batalla Cueto
03 febrero 2023 Una lectura de 5 minutos
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La historia es muy conocida, pero contémosela a quien no la conozca. En 1940, los aviones ingleses que libraban en el cielo la segunda guerra mundial caían con suma facilidad ante la avasalladora Luftwaffe, en el momento álgido del poderío nazi. Preocupado, el mando británico convocó a sus ingenieros, a los que encomendó entrevistar a los aviadores que regresaban y estudiar sus aeroplanos a fin de detectar sus puntos débiles y en qué áreas volcar esfuerzos en reforzar el blindaje. De tal manera, los expertos fueron elaborando un esquema del aeroplano en el que se marcaban en rojo aquellas áreas que concentraban los impactos enemigos: la punta de las alas, los estabilizadores horizontales y el centro del fuselaje.

Con él, acudieron a Abraham Wald, un matemático austríaco de origen judío que había de ayudarles a perfeccionar el plano antes de llevarlo a las altas. Fue Wald quien le dio la vuelta a la idea inicial y aparentemente obvia de los ingenieros: blindar aquellas zonas en las que se concentraban los disparos. Había que obrar —advirtió— de la manera opuesta. El mapa se había elaborado conversando con los aviadores y viendo los aviones supervivientes. No habían hablado, en cambio, los aviadores y los aviones que no pudieron contarlo. De ellos, cabía deducir que habían recibido sus impactos, no en las zonas que, en el mapa, se habían marcado en rojo, sino en las que permanecían en blanco.

Con aquel plano de un avión salpimentado de puntos rojos, se ha hecho habitual ilustrar en redes el sesgo del superviviente. Un tiempo adepto a la nostalgia y a los choques generacionales, que no ha hecho la gran revolución, pero sí algunas revoluciones culturales, incurre en él con suma frecuencia, alzándolo frente al feminismo, la reivindicación LGTBIQ o la novedosa sensibilidad hacia la salud mental. Palpita en todos esos movimientos, a veces abierta, a veces sobreentendidamente, la impugnación de un pasado de opresiones rampantes, maltratos de cada día y callados dramas: el de los crímenes pasionales, los me too sin pronunciar, las palizas al maricón y las neurastenias sin nombre. Y frente a ellos corren a alzarse defensores del tiempo aquel: fue mejor que este, o, al menos, no tan malo. Arturo Pérez-Reverte, José Manuel Soto, Fernando Sánchez-Dragó o Chani Henares lo vivieron y lo recuerdan libre y dichoso, salvo alguna cosa. A Pedro Ruiz le parece, si no mejor, al menos menos llorón, o más echao p’alante. Recientemente, volvía a acordarse Twitter del avión ametrallado de la RAF al hilo de un tuit del cómico: «Leo que los suicidios no dejan de crecer. Y las visitas a psicólogo. Y los nuevos traumas. Mis padres, tíos y abuelos pasaron —como todos— momentos duros. Y salieron por sí mismos. Está bien pedir ayuda. Pero la fortaleza la trabaja uno mismo».

Pedro Ruiz, como los ingenieros de la RAF, no escucha la voz de los muertos a la hora de caracterizar el tiempo de sus padres. Hubo muchos. Suicidas, drogodependientes, alcohólicos  y fumadores compulsivos, consumidos por el cáncer o la cirrosis, mujeres asesinadas. Sucede con ellos lo que con un profesor de física que quien esto escribe tuvo, y que, en un viaje de estudios a Italia, al ponerse a comprobar que nadie se había perdido, hacía siempre la misma humorada: «El que falte, que levante la mano».

Quizá no escuche siquiera Pedro Ruiz la voz de los vivos. Tiene uno la casi absoluta certeza —porque tiene la experiencia— de que, si hablara, si hubiera hablado, con esos padres, tíos y abuelo, si supiera organizar, con habilidad y delicadeza, una conversación franca sobre sus vidas, e incluso sin organizarla, calibrando silencios y miradas perdidas, descubriría que todos guardaban dentro de sí, en mayor o menor medida, traumas vigorosísimos. Tal vez nunca los confesasen, porque no podían ser, ni mujeres histéricas, ni hombres blandengues. Quizás tuvieran que ser sus propios psicólogos, y ello fuera irable, y fuera heroico. Salieron adelante, sí, tal vez, porque es terca la vida y florece en los desiertos más pavorosos. Hubo gente que escribió libros en los campos de exterminio nazis, garrapateando con letra minúscula cualquier trozo de remoto papel con cualquier remoto lápiz, y escondiéndolo donde podían. Fue irable y fue heroico, pero nadie preferiría aquel infierno, forja de héroes y de cadáveres, a este mundo mediocre y acomodado, compasivo y protector del débil. 

«Salimos adelante,/ nunca sé la razón;/ quizá como testigos,/ o náufragos, o heridos/ para plasmar la voz del que nunca se alzó», cantaba José Antonio Labordeta en la sobrecogedora Rosa rosae. Recordaba el cantautor así (qué delicia, por cierto, Labordeta: un hombre sin más, reciente documental sobre su vida) a los de su generación: «Dulcemente educados/ en tardes de pavor,/ conteniendo la risa, el grito y el amor». Uno tuvo visión directa de aquellas represiones afectivas en el abuelo que, al dar largos paseos familiales por el pueblo y sus inmediaciones, se moría de ganas de agarrar la silla de sus nietos, pero no lo hacía hasta que no salíamos de la zona urbanizada, para que sus amigos no sorprendieran y se burlaran de aquel momento de ternura. Contenía el amor.

Hubo gente feliz en aquel tiempo, y también gente triste que era feliz a veces. No se trata de pintar un fresco demoníaco. Solo de asumir que ningún tiempo pasado fue mejor, salvo en concentración de gases de efecto invernadero en el aire. No hay más depresiones o ansiedades que antes: hay nombre para ellas, y cuidados y protocolos para aquel que las sufre. Entonces solamente había un tiento, una aproximación torpe a la cartografía de las simas de la salud mental. José Antonio Camacho respondía así hace unos años, en una entrevista en la que le preguntaron por Simone Biles:

Yo no he tenido depresión, no sé, a lo mejor porque eso no existía en mi época. Tuve una lesión y estuve a punto de dejar el fútbol. En esa época, el tratamiento de una lesión no era lo que es ahora, que todo es muy preciso y nada intrusivo. A mí me abrieron, me cerraron, me escayolaron, se me coaguló la rodilla, me volvieron a abrir… Pasaron 12 meses y no mejoraba. Iba al gimnasio, me ataban con poleas, tenía un dolor que te mueres y no avanzaba. En esa época, el médico del Real Madrid era una figura intocable y no me podía ni quejar. Yo no sé si era depresión lo que tenía, pero me acuerdo que pensaba: «Mira, mejor lo dejo».

La sociedad actual no es, tal vez, más feliz, pero sí más locuaz: las generaciones más jóvenes hablan abiertamente de sus problemas, no ven un motivo de vergüenza en acudir al psicólogo o al psiquiatra, piden ayuda cuando la necesitan. Y esa es una de tantas cosas en las que los chavales de hoy son muchísimo mejores que nosotros, y más fuertes. Hace falta ser muy fuerte para hablar de tus debilidades.

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